lunes, 25 de mayo de 2015

Capítulo 1 de Tierras de Gyadomea 1. Las Tierras del Nuevo Mundo



El cofre





CAPÍTULO 1

EXTRAORDINARIAS ANTIGÜEDADES Y OTRAS MARAVILLAS


“‒En mi casa cualquier libro está a buen recaudo ‒respondió Elinor, con tono de reproche‒. Lo sabes de sobra. Son mis hijos, mis hijos negros de tinta, y yo los cuido con cariño. Mantengo la luz del sol lejos de sus páginas, les limpio el polvo y los protejo de la voraz carcoma de los libros y de los mugrientos dedos humanos.”


CORNELIA FUNKE,
EL Mundo de Tinta I. Corazón de Tinta.


–Fragmento de uno de los libros de la biblioteca de la casa de Lucy‒.

Lucy era una niña de seis años, de expresivos ojos marrones y un cabello castaño que solía llevar suelto y le caía a la altura del cuello, peinado con la raya al lado derecho, por donde le gustaba recogerse el mechón detrás de la oreja. Era una chica con un desparpajo increíble para su edad, y además poseía una imaginación desbordante. También era buena, educada, agradable, y muy cariñosa. Pero  lo mejor de ella era que siempre estaba sonriente. Vivía en Madrid –España– junto a sus dos hermanos, Christian de ocho años, y Andrea de tan sólo dos meses; y sus padres: Javier y Cristina.

En realidad se llamaba Lucía, pero desde muy pequeña la llamaban Lucy, y todos la conocían por ese nombre. Vivía en una gran mansión del barrio rico de la ciudad, con un jardín muy amplio y confortable, donde le gustaba pasar horas dejando volar su imaginación.           

Su padre era un escritor que se había hecho rico de la noche a la mañana, después de publicar varias trilogías fantásticas que posteriormente se habían adaptado al cine, con una abrumadora taquilla y excelente crítica en todo el mundo. Su madre también estaba relacionada con el mundo de los libros, trabajaba como bibliotecaria. Debido a las profesiones de sus padres, en casa no podía faltar un lugar dedicado a ellos. Tenían una gran biblioteca particular, llena de estanterías de distintos tipos de madera. En una de las paredes había también una chimenea, y en torno a ella había distintos sofás de varios tamaños en los que la familia se sentaba a leer o a escuchar lo que alguno de ellos leía en voz alta. Sobre el suelo de parqué había una gran alfombra roja con bonitos dibujos de criaturas fantásticas que a Lucy le gustaba observar para dejarse llevar por la imaginación. En esta biblioteca particular se podían encontrar libros como Alicia en el País de Las Maravillas, de Lewis Carroll,  El Mago de Oz, de Lyman Frank Baun, o La Historia Interminable, de Michael Ende. En aquel momento, la familia se encontraba reunida en torno a la chimenea, acomodados en los sofás. Javier les estaba leyendo el segundo libro de la trilogía Memorias de Idhún, su saga favorita: Triada, de Laura Gallego García.

Un rato después…

‒Bueno, dejémoslo aquí, mañana tengo que levantarme muy temprano para coger el avión. Debo ser puntual en la presentación de mi último libro en EE.UU. Así que será mejor que me vaya a dormir ya ‒dijo Javier, el padre.
‒Vamos, tiene razón, vayámonos todos a la cama ‒añadió la madre, Cristina.

Al día siguiente, Javier presentó su último libro en EE.UU. Fue todo un éxito.
El día fue largo, ya que tuvo que asistir a varios programas de televisión y radio. De modo que decidió no volver a casa ese momento.

Aprovechó el día después para visitar China Town. Paseando por sus calles, vio una tienda de antigüedades y decidió pararse a echar un vistazo. Encima de la puerta colgaba un letrero de madera en varios idiomas, que decía:

“EXTRAORDINARIAS ANTIGÜEDADES Y OTRAS MARAVILLAS”.

Javier empujó la puerta y entró en la tienda. Aquello que vio lo dejó fascinado: antigüedades y objetos de todo tipo llenaban varias estanterías situadas sobre cada una de las paredes de la tienda. Al ver que nadie salía a recibirle, Javier paseó por el anticuario, observando cada cosa con detenimiento. Había relojes de todo tipo, grandes y pequeños, de bolsillo, muñeca o pared, antiguos y modernos. También pudo observar monedas y billetes de cualquier país del mundo, algunas de ellas bastante antiguas; jarrones y figuras de porcelana de diseños laboriosos, pertenecientes a antiguas casas reales; libros antiquísimos, de historia, medicina, geografía, geología, botánica, zoología, física, etc. Javier decidió hojear algunos de ellos, cuando de repente una voz que profirió algo en chino lo interrumpió.
‒Perdona. No le entiendo ‒dijo mientras se volvía hacia la persona que le había hablado. Se trataba de un anciano chino, muy viejo y arrugado, con un bigote que le caía a ambos lados, y una larga y frágil barba blanca, al igual que su bigote y sus largos cabellos. Éste se acercó mientras fumaba en pipa.
‒Veo que eres hispano, además de un atrevido.
‒Soy español, pero no soy ningún atrevido.
            ‒Ah, ¿no? Entonces no toques nada que no pienses comprar.
‒Descuida. No lo volveré a hacer.
Javier siguió recorriendo las largas estanterías. Tomó un juego de muñecas matrioskas –muñecas rusas de varios tamaños que encajan unas dentro de las otras‒ para regalárselas a su hija Lucy, también un reloj de bolsillo muy antiguo pero a su vez hermoso y de gran valor, para su hijo Christian, un balancín de la mejor madera, labrado y pintado con mucho mimo, para su pequeña Andrea, y un espléndido collar para su mujer. Fue allí, en la sección de joyería, donde encontró algo idóneo para él. Se detuvo como hechizado, nada más verlo, y es que Javier, además de coleccionar libros, coleccionaba joyas y piedras preciosas. Ante él había un cofre de oro. Estaba abierto, dejando ver su interior recubierto de terciopelo rojo, sobre el que había diez anillos colocados formando una luna menguante, con las puntas hacia abajo, que parecía abrazar un colgante situado en el centro del cofre. Cada uno de estos anillos llevaba una gema incrustada, pero todas ellas distintas entre sí. Estas gemas que los adornaban eran una obsidiana negra, un diamante, una esmeralda, una turquesa, un rubí, un topacio amarillo, un diamante hecho de un hielo que nunca se derretía, una piedra de magma solidificado, una amatista y, por último, una turmalina negra castaña. El colgante, en cambio, no estaba adornado con ninguna gema ni piedra preciosa. Tenía la forma de un pájaro extraño y estaba elaborado en oro blanco. Casi atraído por él, Javier tomó el cofre inmediatamente.

Cuando llegó al mostrador, le enseñó todo  lo que quería comprar a aquel anciano chino.
‒No sé si podrás pagar el cofre. Es de un valor incalculable.
‒¿Tan valioso es? ‒preguntó Javier.
‒El valor no sólo está en las piedras preciosas que contiene. Si recuerdas el letrero de la entrada, dice: “Extraordinarias antigüedades y otras maravillas”, bien, pues en el contenido de este cofre hay algunas de esas maravillas.
‒¿Qué quiere decir con lo de maravillas? ‒preguntó Javier intrigado.
‒Sólo puedo decir que todas las cosas que se consideran maravillas en esta tienda, tienen algo de mágico. Aunque no he descubierto lo que es en ninguna de ellas ‒apuntó el anciano.
‒Estoy seguro de que son estratagemas suyas para atraer a los clientes. De todas formas, dígame cuanto quiere por todo. Tengo prisa, he de coger el avión de vuelta a casa.
‒Mil dólares.
‒¿Qué? ¿Esto es un robo? ‒le sermoneó Javier.
‒Ya le dije que quizás no pudiera pagarlo.
‒Pues te has equivocado, anciano. Puedo pagarlo, ¡desde luego que puedo pagarlo!

De este modo, después de que el anciano le empaquetara todos los regalos, Javier se marchó de la tienda y llamó a un taxi.

Ya en el avión, sacó un pequeño portátil y aprovechó parte de las horas del viaje para seguir escribiendo el libro que sería la continuación del que presentó el día anterior. Tras varios párrafos decidió descansar, pues necesitaba concentrarse para escribir, y allí en el avión, con tanta gente, se distraía fácilmente. Entonces decidió sacar el libro que había escogido para aquel viaje, La Vuelta al Mundo en 80 días, de Julio Verne, y se puso a leer el siguiente capítulo.

Un rato después dejó de leer, al ver que en el avión iban a poner una película: Harry Potter y las Reliquias de la Muerte. Parte II. En los cines ya habían dejado de emitirla hacía un par de meses, pero la emitían aún en los vuelos de avión. Él ya la había visto una vez en el cine junto a su familia, pero le gustó volverla a ver, pues en su casa tenía los siete libros de la saga y los había leído todos. Esta película se basaba en el final del último, uno de los más oscuros y adultos de la serie. Lo recordaba de forma muy distinta a la película, pero solía suceder con los libros adaptados al cine. También había ocurrido con algunos de los suyos al ser llevados a la gran pantalla. Con todo, disfrutaba aquellas películas, ya que tenía la oportunidad de ver aquellos personajes, aquellas criaturas, y aquellos mundos fantásticos.

Cuando el avión llegó a su destino, su familia le recibió en el aeropuerto con mucho cariño. Al llegar a casa, repartió los regalos a toda la familia, y todos quedaron muy contentos con el suyo. Pero el que más gustó a todos, en especial a Lucy, fue el del propio Javier. La niña quedó fascinada con aquel pequeño cofre. Tanto, que cada día se quedaba un buen rato embobada delante de él, observando cada uno de sus anillos y el colgante.

Un día, su hermano la retó a cogerlos:
‒Te gustan mucho, ¿verdad?
‒Sí, papá tiene muchas joyas, pero ninguna igual a éstas.
‒Entonces, ¿por qué no las coges? Ahora no está aquí, y sólo será un momento.
‒Está bien, lo haré si tú también coges alguno. Si papá se entera, no pienso cargármela sola.
‒De acuerdo ‒masculló su hermano Christian. Lucy cogió el cofre y le dijo:
‒Ven, vamos con nuestra hermanita, y juguemos a princesas y príncipes.
Los dos hermanos fueron con el cofre hasta la cuna donde se encontraba su hermana de dos meses.
‒¿Cuál prefieres? ‒le preguntó Lucy a Christian.
‒El que tiene una turquesa.
‒Vale, yo me pondré el colgante y el anillo de diamante, y a Andrea le colocaré el anillo de obsidiana negra.
Lucy se puso el colgante en el cuello, y sacó los tres anillos elegidos del cofre, que mantuvo en su otra mano.
‒Nos los pondremos a la vez ‒dijo la niña mientras le entregaba a su hermano el anillo de  la turquesa y le puso a su hermana el de la obsidiana negra. 

Un segundo después, ellos también se los pusieron y, tres segundos después de que cada uno se pusiese el suyo, los tres desaparecieron...


























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